En un show con tickets agotados en la bella sala de Retiro, el pianista desplegó los temas de “The Bird Of A Thousand Voices” y un estreno del futuro álbum “Manifeste”, recital con su grupo que reunió a gente de su país y estrellas como León Gieco o Marcelo “Gillespi” Rodríguez.
(Capital Federal – Miércoles 15 de Octubre de 2025) Mientras las calles asoman plenas de afiches anunciando recitales en estadios de fútbol con seres que no saben cantar o tocar algún instrumento, la realidad anoche en la puerta del Teatro Coliseo (Marcelo Torcuato de Alvear 1125) exhibía cerca de las 20:15 horas sin dudas una imagen que parecía extractada de esas películas de suspenso y espionaje con artistas como John Malcovich o Anthony Hopkins. El ingreso del público para el evento anunciado distaba bastante de los conciertos tradicionales que esa icónica sala suele recibir semanalmente. La esperada presencia del pianista Tigran Hamasyan, notable intérprete que la crítica o los sitios de Internet definen como un autor y ejecutante de jazz armenio, reunió cientos y cientos de fans del músico, pero también por su importancia en la cultura de ese país, ayer en la sala había algunos referentes del mundo político de esa nación que fue agredida por el ejército turco en 1920. Aunque esté vigente el acuerdo de paz firmado en Alexandropol hace más de un siglo, y tomando en cuenta que en nuestra nación no parece haber mucho control con ciertos países que profesan la violencia dando claras señales de agresiva permanencia en el planeta, anoche los agentes de seguridad en la icónica sala revisaban de refilón a todo el público dentro y fuera del maravilloso lugar elegido para este gran espectáculo, sin preocuparse por como reaccionaran aquellos que se hallaban en el radar visual de estos “securitys” con traje, algún dispositivo de protección y musculatura prominente.
Tigran Hamasyan a sus 38 años, tiene al menos diez álbumes publicados a la fecha, gran carrera que ostenta en estas últimas temporadas su exquisito “The Bird Of A Thousand Voices”, un disco que lo muestra en plenitud encarando situaciones de jazz que confluyen en ciertos momentos por la textura del folklore armenio sin cabildeos o medias tintas. Ese registro fue la excusa para su regreso a la Argentina, segundo concierto en nuestra nación tras su paso con un trío formal del rubro en 2023, esperado show para esta temporada en la icónica sala que los “Les Luthiers” convirtieron allá por los `70s en su histórica base de operaciones. Anoche cuando el reloj marcaba las 20:40, Tigran Hamasyan subió al escenario acompañado por el baterista Arman Mnatsakanyan y los hermanos Karapetian, Mark en el bajo y Yeassi en teclados, amén de otras articulaciones electrónicas. El calificado pianista nacido en Gyumri el 17 de julio de 1987 es sencillamente un emergente del nuevo jazz mundial, pero que para evitar ser absorbido por los ghettos mainstream de estilo o rubro, hace hincapié nítidamente en la fusión con el folklore de su país, canciones que más allá de su arreglo respiran esas melodías y toda esa sensual cadencia telúrica que tiene la música de su nación.
En la actualidad las corrientes del jazz concentran a las figuras en dos reconocidos grupos de intérpretes: el jazz de Los Angeles y las derivaciones en todos los Estados Unidos, mientras que en Europa mucho más cerca de Francia y Alemania, este género expone a varios referentes de esos estilos que permanecen en una búsqueda permanente de renovación creativa en registros o shows. El artista Tigran Hamasyan escapa sin temores a las convenciones de estos lugares y esas músicas, pero si bien recala en la suavidad de texturas que su piano esgrime con sus ejecuciones delicadas, también tiene un componente muy explosivo que en ciertas partes de sus canciones lo muestra íntimamente emparentado con artistas del calibre de tono rockeramente electrónico los como Nine Inch Nails. Por eso en la banda del pianista armenio, alcanza con divisar los instrumentos que el grupo emplea habitualmente para entender hacia donde vuela la nave del compositor. De a ratos este afilado cuarteto jazzero encara sonoridades distendidas de folklore armenio envasado en sonidos cargados de polifonía o prolongados riff de notas que se loopean adrenalínicamente, mientras los músicos mutan a distinguida banda de metal rock con sus unidades sonoras. El baterista tiene un kit tecno, pero también una placa de cartón fosilizado para cortar en seco partes de su interpretación. Al lado el bajista, con su instrumento de seis cuerdas, conectado a un gran arsenal de pedales, se encarga de enmascarar ese sonido duro y firme a tonalidades como las existentes en los discos de famosas bandas como “Korn”.
En el caso de los dos intérpretes que emplean teclados, las aguas interpretativas los hallan con dos diferenciadas posturas de instrumentos. Mientras Yeassi Karapetian utiliza un tradicional y políticamente correcto sintetizador Nord al que le adiciona un “breath control”, para soplar algunas melodías simulando una trompeta mute o clarinete electrónico, del otro lado del escenario, el anfitrión cual «Profesor Locovich» expone a la vista de todos una contraposición de planteos. Por un lado un clásico piano de cola, que en este caso tiene varios micrófonos externos que desembocan en una consola digital, en la que el joven intérprete puede procesar ese amable sonido analógico para luego pervertirlo con ciertos procesadores. Simultáneamente, a su izquierda sobre una amplia mesa con un voluminoso mantel oscuro, el instrumentista tiene oculto un pequeño sintetizador con pedales y otros chiches para alterar el sonido, sin olvidar un diminuto secuencer para armar loops en vivo con las cosas que va generando, incluso sumando un micrófono para su voz, que ensambla en variados tramos de su concierto una atmósfera de coros muy ochentosa. La “nave” jazzera que el magnífico ejecutante comanda acompañado por sus colegas, lejos de viajar a ese futuro saturado de neón en permanente prende y apaga que emerge saturado de irrealidad virtual y tecnología deshumanizante, prefiere enfilar a velocidad crucero hacia principios de los ‘80s, donde el recordado “Pat Metheny Group” representaba para la mayoría el ideal de cualquier intérprete del rubro.
Cuarenta y cinco años más tarde, con abrumadoras tecnologías, pandemias y evoluciones involucionadas, la música tal como la conocimos casi no recuerda esas situaciones. El “planeta” estilístico del carilindo guitarrista de los Estados Unidos explotó de forma sorpresiva y ya no quedan fragmentos de aquel lugar donde las melodías se conjugaban con esas muy jugadísimas ejecuciones de piano, guitarra o voces. Hoy Pat Metheny deambula algo aturdido como astronauta saturado de esteroides, tocando solito su guitarra por la Tierra, convertido en un clon de si mismo, mientras los amantes del jazz extrañan horrores a Lyle Mays, pianista de esa banda fallecido en febrero de 2020, poco antes de la pandemia. En medio de esas fragmentanciones que aquél planeta exhibió elocuente hasta su desintegración, el pianista armenio no oculta a sus seguidores que la nave musical que comanda se dirige hacia el añejo “Planeta Aznorius”, fragmento del planeta mayor donde el integrante de Serú Girán construyó un repositorio de obras en ese lugar más grande que algún asteroide extrapolado de “Armaggedon”, exhibiendo su calidad con dimensiones propias de un añejo Plutón de querible atmósfera creativa. En ese distendido lugar conviven grandes paredes corales, numerosas e hipnóticas capas de teclados emergidos en aquella época, sin ignorar que las voces pueden recordar las veinte lunas de “Septembro” o los despoblados eclipses sobre los caminos del “Hombre mirando al Sudeste”. Las voces son protagonistas y Hamasyan no escapa a la sensualidad de esas tonalidades, concierto en donde la nueva canción anticipando su futuro disco “Manifeste”, deja traslucir ese deslumbrante encanto de mezclar teclados delicadamente manipulados con varios interlocutores cantando al mismo tiempo.
El concierto alterna esos climas de intimidad jazzera con pocas o muchas notas sonando delicadas, para luego mutar a esas explosiones de la banda completa, donde algunos que la situación tomó por sorpresa, creen que por error sacaron entradas para ver a “Sepultura” tocando en la maravillosa sala que maneja la Embajada de Italia. La lista permite conocer el lado integral de percibir temas como “The Bird Of A Thousand Voices”, “The Curse”, “The Quest Begins”, “Areg´s Calling”, “Areg and Manushak”, “Red, White and Black Worlds” y “Prophecy of Sacrifice”, hasta que llega la flamante “Her refuses to be inmortal”, uno de los estrenos del futuro disco “Manifeste”. Tocando de espaldas al público, Tigran deja hasta la última gota de sudor existente en su organismo, ataviado con un curioso sobretodo suave opaco y oscuro, que lo hace lucir como un veterano personal de intendencia que luego del show, pasara empecinado la escoba buscando limpiar todo por cada rincón del teatro, empleando un monitoreo a sus oídos solo con la ayuda del cable, prolongaciones que se mezclan con el collar de su colgante religioso. Tigran toca hipnotizado con su propias partituras, dejando prueba de su pasión por cada tema esgrimido, pero de a ratos como cualquier chico que no se privó de adquirir novedades en la juguetería más onerosa, se para a tocar aquél mini-sintetizador al que pervierte con perillas y pedales que ocupan esa mesa colateral. Más conmovedor aún aparece el tramo del show, donde en una canción el dueño de casa hace silbar a todo el público sincronizado con el leit-motiv de su tema. En ese momento la palabra «magia» se hace término corriente en el espectáculo en el arranque de semana porteño en el barrio de Retiro.
En la recta final de un concierto que tiene sentados en algunas butacas a conocidos comunicadores del mundo musical como Claudio Kleiman o Humphrey Inzillo, pero que también suma a legendarias figuras de la escena artística como León Gieco (con barbijo y protectores para sus oídos, fruto de un problema en sus cuerdas vocales y un Tinitus que lo afecta hace un prolongado tiempo en su audición) o Marcelo “Gillespie” Rodríguez (Las Pelotas), donde la banda en este gran concierto pleno de matices y climas despacha canciones como “Forty days in the realm of the bottomless eye”, “Flaming house”, “Only he one who brought the bird can make it sing” y “The Kingdom”. Basta que los músicos se corran de sus ubicaciones, anunciando la despedida para que la numerosa audiencia de inmediato haga lo propio para ovacionarlos y reclamar una composición más.
El pianista armenio se sonroja por los cánticos rockeros propios de un show de Divididos, pero después de agradecer con un inglés propio de viejos aeropuertos de la zona este de Europa, decide con todos sus compañeros interpretar “The Well of Death and Resurrection”, composición donde el anfitrión comparte su piano con Yeassi Karapetian para trabajar juntos en un reducido espacio de teclados y varios procesadores de sonido, luciendo como dos científicos locos que buscan generar uranio musical sin enriquecer, sin temores de inesperadas explosiones sónicas manipulando esos sofisticados aparatos. La fiesta a las 22:34 baja la persiana con ese emotivo desenlace, mientras los incontables e incómodos jefes de seguridad, que se pegaron un flor de embole con los tramos tranquilos del show, recuperan su protagonismo para resguardar la seguridad de aquellos que esa noche deben custodiar. Recuperando merecidamente fuerzas en camarines e hidratándose todo lo debido en una noche de pura entrega jazzera vaporizada con bastante «rock new millenium», Tigran Hamasyan y sus socios celebran satisfechos otra etapa del exitoso tour, recordando que en muy pocas horas este curioso y llamativo viaje al añejo “Planeta Aznorius” celebrará otro valioso y esperado capítulo en suelo sudamericano.
Prensa de show y fotos de evento:Martín Paladino // Fotos adicionales de concierto:Gabriel Imparato (Noticias 1440)